|  | La Historia de Elros
 
 Anochecía. El sol caía lentamente a ocultarse tras el horizonte,
        con la extraña parsimonia de aquellos acontecimientos
        que pese a repetirse día tras día no dejan de perder
        nada de su magia. Una extraña magia que hace que los
        corazones emprendan largas búsquedas para encontrar
        aquella belleza que saben que existe en algún lugar,
        aunque no logran recordarlo en su morada carnal.
 En la popa de uno de los barcos varados en la playa un
        niño, que no habría llegado a los seis años,
        contemplaba el espectáculo extasiado, su cara radiante
        de esa inocente felicidad que sólo poseen los niños y
        que se pierde con los años y las responsabilidades.
        Estaba totalmente inmerso en sus pensamientos, y no oyó
        la voz de su madre que lo estaba buscando.
 
 -¡Elros! Sabes que no me gusta que juegues en los barcos
        sin que te acompañe nadie. Podrías caerte, o enredarte
        con algún cabo y lastimarte. Ya son bastante duros los
        tiempos como para que además tenga que estar siempre
        velando por ti. Deberías hacer como tu hermano Elrond y
        estar estudiando, o tal vez prefirieras ir a ver como se
        entrenan los guerreros y practicar con ellos.
 
 Elros desvió los ojos de la lejana línea donde se
        confundían el gran mar y la bóveda celeste. Había
        estado pensando en su abuelo, quien había zarpado hacia
        el crepúsculo un tiempo antes de su nacimiento. Él
        también podía sentir la atracción por el mar
        navegar, navegar siempre hacia el Oeste
 pero le
        habían dicho que los Poderes lo habían prohibido y que
        aquel que desafiaba su palabra nunca llegaba a puerto
        alguno, ni se sabía nada más de él.Qué llevó a su
        abuelo a emprender un viaje tan desesperado? No lo
        sabía, y seguramente nadie le hablaría de ello. Sólo
        las gaviotas sabían donde había ido, pero ellas no le
        contestaban más que con sus risas burlonas. Elros sabía
        de qué se reían. Ellas podían volar libres, hacia el
        Sur, al Norte, rumbo al Este, e incluso volar al Oeste
        Prohibido, pero él estaba allí varado en la arena sin
        poder navegar más que en sueños, con sus alas cortadas
        antes de haber aprendido a volar.
 Sintió una mano delicada y firme que se apoyaba en su
        hombro, seguida de otra que se apoyó en su cabeza,
        revolviendo sus cabellos, y se giró para ver el rostro
        de su madre. Quedó sorprendido al ver que su tez, tan
        hermosa como ninguna que hubiera conocido, estaba surcada
        de lágrimas, que caían por sus rosados pómulos como si
        fueran pequeñas y efímeras joyas, condenadas a durar un
        suspiro, joyas de intensa hermosura pero en cuyo interior
        se esconde una no menos intensa tristeza.
 
 ¿Por qué lloras, nana?
 
 Por nada, ionnen, solo ha sido una gota de agua que
        me ha entrado en los ojos, pero ya ha pasado. Vámonos,
        empieza a soplar el viento y puede que esta noche
        tengamos una tormenta. Daré ordenes a los hombres para
        que aseguren los barcos.
 Madre e hijo se dieron la mano y bajaron del barco,
        dirigiéndose hacia las casas que se podían ver hacia el
        este. Edificadas sobre una pequeña loma, entre un
        bosquecillo de sauces que las ocultaban parcialmente de
        las miradas indiscretas, eran el último refugio de los
        sobrevivientes de Doriath y Gondolin, y de muchos otros
        pequeños reinos que tiempo atrás se extendían entre el
        Gran Mar y las Montañas Azules. Apenas quedaban unos
        pocos centenares, y ya no sabían dónde podrían huir
        cuando la sombra alcanzase el sur.
 Andaban en silencio, cada uno de ellos ensimismado en sus
        pensamientos, pero Elros rompió el silencio.
 
 ¿Nana, que soy?
 
 ¿Qué quieres decir, pequeño? preguntó
        sorprendida su madre.
 
 Aquí en los puertos del Sirion viven muchos
        refugiados de Beleriand, pero unos pertenecen al pueblo
        de los Edain y otros al de los Eldalië. Tú, nana, eres
        hija de Dior, el Señor de Doriath, y sus padres fueron
        Lúthien la bella y el valiente Beren, del pueblo de
        Bëor, cuya canción escuchamos anoche junto al fuego, y
        los padres de atto fueron Idril de Gondolin, la de
        blancos pies, y Tuor, del pueblo de Hador
 
 Entiendo, ionnen. interrumpió Elwing,
        parando su caminar. Se agachó, y mirando a su hijo a los
        ojos le acarició la rebelde cabellera. En su mirada
        había un destello de tristeza. A Elros el silencio
        posterior le pareció como una pesada lápida gris, un
        silencio sepulcral. La mirada de su madre parecía
        perderse más allá del horizonte, en el mar, su
        pensamiento vagando más allá de los confines del mundo.
 
 ¿Nana? ¿Qué pasa, en qué piensas?
 
 En como responderte, pequeño. Pero la verdad es
        que no puedo hacerlo con certeza alguna, pues ni aún los
        más sabios sabrían hacerlo. El alma de los Elfos está
        ligada a la materia de Arda, y no la abandonan tras la
        muerte, pues marchan a un descanso más allá de la
        Tierra Media, y las tradiciones cuentan que tras un
        tiempo vuelven a encarnarse, sin abandonar los círculos
        del mundo hasta que llegue a su fin. Pero del alma de los
        hombres sólo Ilúvatar sabe su destino, y, por lo que
        dicen los sabios entre los Elfos, éste no está ligado a
        Arda. De entre los hombres únicamente Beren ha regresado
        de ese largo viaje, y ya no habló después con mortal
        alguno. Pero entre los Edain se sostiene que la muerte es
        el don de Ilúvatar a la raza de los hombres, que son en
        su pensamiento las más caras de sus obras
 Pero
        seguramente todo esto ya lo sabes, pues de lo contrario
        no habrías preguntado.
 
 ¿Y nosotros, los Peredhil, entre quienes nos
        contamos?
 
 No lo sabemos. Nuestro destino está en manos de
        Ilúvatar y seguro que tardarás muchos años en tener
        que afrontarlo. Pero ahora no pienses más en ello y
        vamos a cenar. Tu padre te está esperando.
 
 Al oír hablar de la cena, Elros olvidó sus
        preocupaciones y echó a correr hacia la colina, ansioso
        por sentarse a la mesa y deseoso de escuchar alguna
        canción después. Quizás alguna canción de la lejana
        Valinor, que llenase su corazón de alegría.
 Elwing se quedó allí, contemplando unos instantes su
        carrera, de nuevo con lágrimas en los ojos.
 
 Muy pronto empieza a preocuparse por el futuro, y
        no sería malo si algún día llegara a reinar como
        correspondería a su linaje: sería seguramente un gran
        rey; pero es muy posible que las tinieblas nos alcancen
        incluso aquí, en las costas, y entonces ya no quedará
        refugio alguno al que podamos acudir... a menos que
        su mirada se perdió en el mar a menos que
        exista una esperanza última que aquellos que
        sobrevivimos en Endor desconozcamos. Pero no
 el
        camino está cerrado, cerrado para siempre
 No queda
        ninguna esperanza para nosotros.
 
 Un grupo de marineros se aprestó a asegurar los barcos
        en la arena ante la tormenta que se avecinaba. Elwing los
        miró con tristeza, preguntándose de que servirían
        ahora los barcos excepto para alargar la agonía de los
        refugiados, tal vez unos años, un siglo quizás
        para perecer en otras tierras, aplastados por la sombra
        lejos de sus hogares, lejos de las tierras que habían
        amado y por las que tanto habían sufrido.
 Enjuagándose las lágrimas con la manga de su vestido
        plateado reemprendió el camino con paso cansino hacia su
        hogar.
 
 ***  Tras la cena
        todos los refugiados se reunieron alrededor de una
        hoguera encendida en el claro que coronaba la loma, y
        Eärendil, sentado en un alto sitial los presidía. Esa
        noche, tal y como fue el deseo del joven Elros, se
        cantaron historias de Valinor: de como los Ainur con su
        canto dieron forma al mundo y como Eru Ilúvatar
        transformó la música en existencia; de como luego los
        Valar entraron en el mundo y lo habitaron, completando
        con sus obras la Canción, para que fuera morada de los
        hijos de Ilúvatar, Elfos, Hombres y todas las criaturas
        que habitan la faz de Arda. Elros escuchaba el canto
        extasiado, dejándose llevar por la belleza de los
        designios que Ilúvatar había marcado, pero sin entender
        muchas cosas. Su hermano Elrond escuchaba en cambio
        recitando interiormente cada uno de los versos,
        intentando memorizarlos al tiempo que buscaba su
        significado. Todos sus maestros decían que tenía una
        gran habilidad para aprender historias de los Días
        Antiguos, y que llegaría a ser un gran Sabio, digno de
        contarse entre los grandes eruditos del pueblo élfico. Mientras los bardos entonaban sus dulces cantos la mirada
        de Elros estaba perdida en las profundidades del fuego
        que crepitaba en medio de ellos. Empezaba la primavera y
        la temperatura era agradable, incluso demasiado calurosa.
        Una leve brisa soplaba del mar, trayendo a sus oídos el
        rumor de las olas y los olores del mar. Respiró
        profundamente, aspirando aquellos olores que le eran tan
        queridos: los efluvios marinos, mezclados con la
        fragancia de los árboles que el viento mecía y el aroma
        de los leños que crepitaban en el fuego, y además la
        penetrante esencia de la hierba húmeda bajo sus pies. La
        música bailaba dentro de su cabeza, pero ya no la
        escuchaba. Su mente había vuelto a perderse por
        extraños caminos y vagaba más allá de las costas
        mortales. La llama ocupaba su mente. El fuego era el don
        de Ilúvatar a sus Hijos: el alma que les hacía actuar,
        que les mantenía con vida
 la Llama Imperecedera
        que daba la vida. Poco a poco la llama se iba
        consumiendo, hasta que sólo quedaron unos rescoldos,
        unas brasas que se enfriaban por momentos.
 ¡¡NO!!, gritó algo en su interior. La llama no
        puede desaparecer. Incluso cuando las brasas están
        apagadas una mano hábil puede volver a avivarlas, y el
        fuego renace de nuevo esplendoroso si se le alimenta de
        forma adecuada.
 De pronto una mano se apoyó en su hombro, sacándolo de
        su ensimismamiento. Se giró sobresaltado, para
        encontrarse la cara de su padre, que sonreía
        ampliamente.
 
 Ionnen, ya han acabado los cantos y todo el mundo
        ha marchado a dormir. El fuego ya se ha apagado. Es hora
        de que tú también marches a dormir.
 
 Sí atto. Te mélanyë.
 
 Ambos se dirigieron a su casa, y Eärendil se quedó
        junto a su hijo hasta que se quedó profundamente
        dormido.
 
 Enyë te méla, yondonya. se despidió
        Eärendil, dándole un beso en la frente. Salió de la
        casa y se quedó aún un rato mirando las estrellas. Por
        fin Elwing vino a buscarle para que entrase de nuevo.
 
 Vamos querido, no tardará mucho en estallar la
        tormenta.
 
 Mira Elwing, Eärendil indicó hacia el
        Oeste, bastante por encima del horizonte.
        Telumehtar ha desaparecido del cielo. ¿Qué significará
        eso?
 
 Que esta noche tendremos una fuerte tormenta. El
        viento sopla del mar, las nubes están cubriendo el cielo
        y el aire viene cargado de humedad. Los barcos han sido
        bien amarrados y todos los hombres se han puesto a
        cubierto en sus hogares. Sólo quedamos nosotros
        levantados.
 
 Ojalá tengas razón, pero creo que hay algo más
        en el aire. Nada maligno, por suerte, pero algo extraño,
        una especie de olor que nunca había notado. De no ser
        por nuestros hijos tal vez me haría a la mar esta noche.
 
 ¡Qué no vuelvan por tu mente tales pensamientos!
        ¡Ya han perecido bastantes en ese viaje como para que yo
        permita que ahora seas tú el próximo, menos aún esta
        noche que el viento soplará del mar con fuerza! ¡Sería
        navegar a la perdición! exclamó Elwing pasando su
        mano ante los ojos de Eärendil; y cogiéndole de la mano
        le hizo entrar y aseguró el portón, pero la mirada de
        su esposo seguía fija en el Oeste.
 
 ***  Tal como
        había asegurado Elwing, esa noche hubo tormenta. El
        viento soplaba con furia desde el mar, y la lluvia caía
        con abundancia. Los truenos despertaron durante la noche
        a muchos de los refugiados, y muchos de los niños no
        pudieron dormir tranquilos. Entre ellos estaba el joven
        Elros. En una hermosa cama labrada por uno de los mejores
        carpinteros de los puertos dormía plácidamente su
        hermano Elrond, pero él estaba sobre una cama idéntica,
        mirando a través de su ventana hacia el mar. Un frágil
        cristal le protegía del viento y la lluvia. Su mirada
        estaba perdida una vez más en el horizonte, pero ahora
        sus pensamientos estaban perdidos en algún lugar
        desconocido. Solo los ocasionales relámpagos lograban
        sacarle de su ensimismamiento por unos breves instantes. Se levantó de la cama sin hacer ruido y, de puntillas,
        salió de la habitación y subió a la buhardilla. Allí
        no le molestaría nadie. Aseguró la portilla de la
        escalera para que nadie se despertase y abrió de par en
        par el ventanal emplomado que daba a la techumbre de la
        casa. Acercó un arcón hasta la ventana y usándolo de
        escalón salió por la ventana. Una vez allí se tendió,
        dejando que el agua empapase sus ropas por completo. Era
        una noche mucho más calurosa de lo que cabría esperar y
        la sensación resultaba agradable. Se quedó allí
        contemplando la tormenta y sintiendo el soplo del viento
        sobre su cuerpo. Una sensación de ligereza invadió sus
        miembros y cerró los ojos para disfrutar más
        intensamente de ella.
 Poco a poco Elros perdió la noción del tiempo, quedando
        sumido en un profundo sopor. Notaba como las gotas de
        agua golpeaban incesantemente su cuerpo, pero no se
        sentía con fuerzas para moverse, ni siquiera para abrir
        los ojos, y quedó allí profundamente dormido.
 Cuando por fin abrió los ojos y se levantó, su sorpresa
        no pudo ser mayor. No estaba tendido en el tejado de su
        casa, en lo alto de la colina cubierta de sauces que
        miraba al mar. Se encontró en un prado de hierba verde y
        fresca. Una suave luz bañaba el mundo, pero no vió en
        el cielo más que las estrellas. Sus ropas estaban
        húmedas aún y se enganchaban insistentemente a su
        cuerpo. Miró alrededor y vió unos metros más allá un
        camino que descendía por los prados, bordeado de altos
        olmos. El camino descendía hacia el mar, y hasta allí
        llegaba el sonido de las olas rompiendo contra las rocas.
        Echó a andar camino abajo y según andaba podía
        distinguir más sonidos que poblaban el aire, bañándolo
        todo con su suave melodía: el susurro de los altos
        árboles, el rumor de la hierba movida por el viento, el
        trinar de los pájaros entre las ramas, el aleteo de sus
        alas, el zumbar de una multitud de insectos revoloteando
        entre las flores, y el propio repiqueteo de sus pasos
        sobre las piedras del camino. Todos sonidos muy tenues,
        como una cortina de hilo que no esconde nada a su
        través, sino que realza la belleza de la visión que se
        encuentra detrás suyo. Pero de pronto notó otra música
        que llegaba a sus oídos: alguien estaba afinando un
        arpa.
 Elros se lanzó a correr camino abajo para alcanzar al
        arpista. Estaba en la playa, sentado sobre una roca. Ante
        él se abría una amplia bahía cerrada por altas
        montañas. Podía ver una multitud de aves volando sobre
        la bahía: sobretodo grandes águilas que anidaban en las
        altas cimas y gaviotas que se lanzaban ávidamente contra
        las aguas en busca de comida. Por un instante se quedó
        sin saber que hacer, extasiado por la belleza de todo lo
        que veía. Los colores le parecían más vivos que otros
        que hubiese visto antes, las fragancias más profundas
        que otras que hubiese olido antes, los sonidos más
        dulces que otros que hubiese oído antes, el sabor de la
        brisa más delicioso que ningún otro sabor que hubiese
        paladeado antes y la caricia del agua del mar más suave
        que ninguna otra mano que le hubiese acariciado antes. Un
        dulce cantó llegó a sus oídos:
 
 Isilo
        Númessë, Anaro Rómessë Tanomë ná erressëa ambo
 Talisyar nar néca laiqua Earessë
 Mindonisyar nar ninqui ar lustómë:
 Taniquetil pella, Valinoressë.
 Eleni lá túlar tanna hequa er minë
 I roitanë yo Isil
 An tanomë Aldu alir heldë
 Colië lómëo silma lótë;
 Colië aurendëo corna yávë, Valinoressë.
 Tanomë ná Eldamaro Falassë
 Yo isilmëa sarniesya
 Yon wingë ná silma lindë
 I talan tintilassë
 Alte earfuini pella
 Litsëo hyapatessë
 I rarahta tennoio
 Laurië córo talillon
 Taniquetil pella, Valinoressë
 
 Al
        Oeste de la Luna, al Este del Sol Se alza una colina solitaria
 Sus pies hundidos en el pálido y verde mar
 Sus torres blancas y silenciosas:
 Más allá del Taniquetil, en Valinor.
 Allá no va estrella alguna salvo una
 Que cazaba junto a la Luna
 Pues allí se alzaban desnudos los Dos Árboles
 Portando la flor plateada de la Noche;
 Portando el redondo fruto del Día, en Valinor.
 Allí están las costas de Eldamar
 Con sus arenas iluminadas por la Luna
 Cuya espuma es una música de plata
 En el suelo opalescente
 Más allá de las grandes sombras del mar
 En el margen de la arena
 Que se extiende hasta la eternidad
 Desde las doradas raíces de la colina
 Más allá del Taniquetil, en Valinor.
 
 Era una
        canción que recordaba la penumbra de Valinor en los
        primeros días del Sol y la Luna. No la había oído
        antes, y no sabía como podía haber llegado a los oídos
        de alguien a este lado del mar. Antes de que pudiera
        reaccionar la voz sonó de nuevo a sus espaldas: 
 -Parece que te has extraviado, pequeño. Dime, ¿cómo te
        llamas?
 
 Elros se giró y vió al arpista, que había dejado su
        canto y estaba de rodillas frente a él. Era un elfo de
        gran altura, de largo cabello negro, que realzaba su
        espigada cabeza. Elros estaba seguro de que jamás le
        había visto, pero había algo en su mirada que inspiraba
        una profunda confianza
 
 Soy Elros, hijo de Eärendil, hijo de Tuor de la
        casa de Hador de Dor-Lómin, y mi madre es
 
 No pudo acabar de recitar su linaje, tal y como le
        habían enseñado sus tutores, pues el elfo le
        interrumpió.
 
 Y tu madre es Elwing, descendiente de Lúthien la
        Bella, ¿no? Yo soy Ellion, de la casa de Finarfin, y por
        tanto somos familiares lejanos.
 
 No entiendo
 no os había visto nunca
        pensaba que conocía a todos los arpistas de los
        puertos
 ¿ Y decís que somos de la misma familia?
 
 Ya te he dicho que muy lejana, y no todos los
        arpistas de Arda están en los puertos del Sirion,
        algunos nunca hemos cruzado el mar. Permanecemos aquí
        junto a nuestros recuerdos, cantando en las playas, sin
        alejarnos nunca demasiado a este lado de las
        montañas
 al menos nunca más allá de Alqualondë.
        Pero tampoco allí permanecemos mucho tiempo, pues la
        pena nos invade.
 
 ¿Entonces
 ?
 
 Sí. Lo que ves es la bahía de Eldamar. Escasas
        veces hace ya ninguno de los vuestros el tránsito a
        través del Olóre Mallë, y menos todavía llegan hasta
        las costas. La mayoría se quedan en los bosques, sin
        descubrir jamás donde les llevan sus sueños.
 
 Entonces, ¿estoy soñando?
 
 Sí, pero es un sueño más real que aquello que
        llamáis la realidad, pues aquí ves el mundo como debía
        haber sido. Todo aquí es más joven y más hermoso,
        aunque también esta tocado por una sombra, aunque
        lejana. Pocos llegan aquí, solo aquellos que tienen un
        gran destino por delante pisan estas playas, aunque sea
        únicamente en sueños. Tú serás un gran capitán de
        hombres, pues así lo escogerás. Verás una nueva época
        del mundo, y tu linaje durará y será celebrado mientras
        exista Arda. No me preguntes como será pues lo
        desconozco. Vuestro pueblo, los Edain, seréis los que
        forjéis su futuro, los que alcancéis la gloria o
        caigáis en el olvido de la ruina. Pero dejemos de hablar
        y encendamos una hoguera. Esta noche mirarás el mar
        desde aquí, y cantaremos juntos.
 
 Y así fue. Esa noche cantaron juntos. Durante un rato
        Elros estuvo preguntándose como era posible que alguien
        en el reino bendecido supiese las canciones de las
        tierras mortales, pero le venció la belleza del canto y
        no se acordó de preguntarlo. Pasaron toda la noche
        juntos y antes del amanecer Elros cayó dormido,
        exhausto. Ellion lo llevó de nuevo al prado, y
        besándole la frente se despidió de él.
 
 Namárië, Elros, tenn enomentielva. Adiós,
        Elros, hasta que nos volvamos a encontrar
 quizás
        más allá de los círculos del mundo.
 
 ***  Al día
        siguiente encontraron a Elros en la playa, con el pelo y
        las ropas mojadas y una amplia sonrisa en su rostro.
        Recibió la esperada regañina de su madre por haber
        salido durante la tormenta. Su padre en cambio le dedicó
        una mirada de envidia. Querría haber salido él
        también, tomar un barco y navegar, y había recordado
        una noche, muchos años atrás, cuando la tormenta y Tuor
        se reunieron junto al Monte Taras, donde había vivido
        antaño Turgon. Tuor le había cantado la canción del
        mar muchas veces, al igual que él a sus hijos, y Elros
        era siempre él más interesado. Además, vió algo en su
        mirada que le sorprendió, un brillo extraño que no
        había visto antes. El mayor alivio para Elwing fue que jamás Elros volvió
        a preguntar sobre el destino de los Peredhil. Lo cual le
        ahorró muchos sudores.
 Elros no recordó nunca que había soñado esa noche,
        pero quedó marcada en su memoria toda su vida con
        añoranza. Sabía que ninguna noche sería igual, pero
        durante muchos años se fue a dormir esperando tener otra
        vez aquel sueño.
 
 FINPor Adanost Dunadán
        (Ricard Valdivieso)
 Escrita el 30 de Septiembre de 1998
 
 Editado y Publicado por Juan S. TiceiraEl Señor de los
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